Este magnífico cuadro de 7 metros de altura pintado por Claudio Coello preside el altar de San Plácido, en la Calle de San Roque nº 9.
San Plácido puede considerarse, junto con San Antonio de los Portugueses, una de las joyas ocultas del barroco madrileño.
Claudio Coello pintó esta obra con 25 años y puso tanta ilusión en el encargo que consiguió un cuadro bellísimo y armonioso, con una excelente perspectiva áerea. Otra de las grandes obras de San Plácido son las esculturas policromadas del portugués Manuel Pereira, un escultor con una sensibilidad desbordante que recupera la línea de la belleza de las esculturas griegas, y cuyos santos tienen una carga sicológica impresionante, muy lejos de las expresiones bobaliconas que tienen tantas estatuas religiosas de medio pelo. La iglesia poseyó el cuadro del Cristo de Velázquez que hoy está en el Museo del Prado. En los muros hay frescos del madrileño Francisco Ricci. La otra gran joya del arte barroco madrileño aquí presente es el Cristo yacente de Gregorio Fernández, el mejor de la serie, en mi opinión.
La iglesia es obra del gran arquitecto Fray Lorenzo de San Nicolás, realizada en 1655 por encargo de Jerónimo de Villanueva, el tercer hombre más poderoso de su tiempo, para su antigua prometida y nueva abadesa Teresa del Valle de La Cerda.
LOS SUCESOS DE SAN PLACIDO:
El convento de San Plácido fue testigo de las actuaciones de la secta de los Alumbrados que entre otras peregrinas ideas creían que de la unión física entre un religioso y una religiosa había de nacer necesariamente un santo. Intervino la inquisición metiendo en la cárcel de Toledo al confesor, el monaguillo (El Rubio) y a 26 de las monjas. El convento fue testigo después del acoso que protagonizó el rey Felipe IV contra una bella novicia llamada Sor Margarita de la Cruz. Para lo cual, se valió de un túnel que le permitía acceder a la carbonera del convento. Tratando de librar a la joven de lo que se le venía encima, se dice que la abadesa montó un catafalco rodeado de velas y en él se metió Sor Margarita haciéndose la muerta. Cuando entró el Rey y vio la escena, se conmovió tanto que en desagravio y en señal de arrepentimiento encargó a Velázquez el cuadro del Cristo. El caso llegó a oídos de la Inquisición, quien no pudiendo actuar contra el Rey, la emprendió contra Jerónimo de Villanueva, enviando a Roma al notario Alonso de Paredes con un mensaje para que el Papa suspendiese la condición religiosa de Villanueva. Alguien desde España envió otros emisarios que interceptaron a Alonso de Paredes, le quitaron el cofre con el mensaje y le metieron en la cárcel de Nápoles, donde murió. Así las gastaban en los tiempos del rey pasmado.