En siglos pasados existía en Madrid un temido castigo para los delincuentes: la pena de azotes.
Tal y como vemos en este cuadro de Eugenio Lucas, a los condenados se les montaba encima de un burro, con la espalda desnuda, las manos atadas y un capirote en la cabeza.

De esta guisa los paseaban por las calles para escarmiento público, mientras el verdugo les iba dando azotes.
Unos azotes cuyos daños a menudo requerían un par de semanas de hospital.
En los tiempos en que la cárcel estaba situada en el edificio del viejo Ayuntamiento, en la Plaza de la Villa, la comitiva de castigo comenzaba a caminar por una estrecha callejuela que comunica esta plaza con la calle del Sacramento.
Aquí el verdugo propinaba latigazos sobre las espaldas de los condenados; y por eso esta calle se llamó Calle de los Azotados, hasta que en tiempos recientes se le cambió el nombre por el de Calle del Cordón.
Foto: Carlos Osorio
Sin duda era un castigo cruel; pero a veces me pregunto si no nos habremos pasado al extremo contrario. Vemos a implicados en numerosos casos de corrupción, sin devolver lo que se han llevado y sin ningún signo de arrepentimiento.
Creo que no les vendrían mal unos azotes.