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Había una vez, hace muchos años, en una lejana provincia de un país que hoy conocemos como Turquía, una familia compuesta por un padre y sus tres jóvenes hijas que vivían en la pobreza. Sus únicos alimentos procedían de un pequeño huerto que trabajaban con denuedo, pero con pocos resultados. Aquel invierno, las heladas habían malogrado casi todas las hortalizas. El padre, desesperado, no sabiendo cómo alimentar a sus hijas, tomó la determinación de enviarlas a la ciudad para que se ganaran el pan vendiendo sus cuerpos. Él mismo se encargaría de llevarlas a la mañana siguiente. En eso llegaron las chicas, que habían estado trabajando en el huerto pese al mal tiempo. Agotadas, se quitaron los zuecos y pusieron sus calcetines a secar dentro de la chimenea. Esa noche, mientras dormían, San Nicolás apareció misteriosamente en el tejado de la casa y dejó caer una lluvia de monedas de oro que se introdujeron en los calcetines. A la mañana siguiente, las chicas no daban crédito a su buena suerte: eran ricas. Con aquellas monedas tenían suficiente para su dote y para vivir sin penalidades. En recuerdo de aquel hecho fantástico, en muchos hogares del mundo se colocan zapatos y calcetines junto a la chimenea, esperando que alguien, tal vez San Nicolás, o Santa Claus, o Papá Noel, que de las tres maneras le llaman, deje caer algún regalo por la chimenea.
 
Carlos Osorio.