Los poetas románticos no eran tan serios ni tan románticos como aparecían en sus retratos. Lo supe investigando sobre mi trasbisabuelo, Gregorio Romero Larrañaga, uno de los casi cincuenta poetas que se reunían en la tertulia del Parnasillo, en el cafetín del Príncipe.

Dicho cafetín estaba situado en la calle del príncipe, a la altura de la Plaza de Santa Ana. Era un café de mala muerte, donde corrían los ratones por debajo de las mesas. Larra lo describió como “reducido, puerco y opaco”. Los románticos se citaban allí porque el lugar les proporcionaba intimidad: no iba nadie. A lo largo de la tarde, Carnerero, Ventura de la vega, Bretón de los Herreros, Espronceda o Larra destripaban las obras literarias del momento y arremetían contra sus autores, sin dejar títere con cabeza.

Al terminar la sesión, un grupo de bulliciosos contertulios asaltaba la noche madrileña. En Madrid les conocían como “la partida del trueno”. Iban primero a comerse unos pajaritos fritos a la taberna de la esquina, sin dejar de saludar a Lola la naranjera, que vendía sus cítricos en dicho esquinazo. Luego comenzaban a hacer de las suyas. Una noche, armados con un bote de pintura roja, pintaron de arriba abajo el cabriolé del duque de Alba. En otra ocasión, ataron un bidón de asar castañas al coche de un famoso que iba a emprender la marcha. Alguien trajo de Sudamérica unas cerbatanas con sus correspondientes flechas, y todos fueron gozosos a probar la puntería con los faroles de la Puerta del Sol, amedrentando a los paseantes. Aquel día terminaron en los calabozos de Gobernación. Algunas noches acudían a los ceremoniosos bailes de la buena sociedad y comenzaban a hacer gamberradas hasta que los echaban a patadas. Otras veces, ya de madrugada, se acercaban a los palacios de La Castellana y llamaban a la puerta. Cuando el duque o el marqués aparecía en traje de dormir y restregándose las legañas le decían: Buenas noches, señor marqués, veníamos a interesarnos por su salud.

Cuentan que Manuel Bretón de los Herreros organizaba fiestas en su casa hasta altas horas de la noche, unas fiestas en las que corrían el vino y los licores y los noctámbulos cantaban a coro canciones de borrachera. El caso es que el poeta Bretón tenía por vecino a un respetable médico y político, el doctor Mata. Mata estaba hasta el gorro de aquellos festejos nocturnos. Lo peor de todo era que algunos invitados, en la oscuridad de la noche, se confundían de puerta y llamaban a la del doctor, obligándole a levantarse de la cama. Harto de que le molestaran, el médico, que tenían ciertas dotes para la poesía, puso un cartel en su puerta con esta frase:

“No vive en esta mansión ningún poeta Bretón”

Cuando vio el letrero, Bretón se apresuró a escribir una réplica que colocó junto al cartelito del doctor. Decía así:

“Vive en esta vecindad, cierto médico poeta, que al final de la receta, firma Mata, y es verdad»

Carlos Osorio