El otro día me bajé a la taberna de la esquina y me llevé un susto de muerte. Mi bar de toda la vida, donde se juntaba todo el vecindario a la hora del aperitivo, donde pasábamos buenos ratos entre amigos, es ahora un «bar de diseño». Ya no se llama taberna, ahora se llama «gastro-bar»; una denominación que solo de oírla me produce gastritis. Ya no hacen las deliciosas patatas a la brava, ahora hacen hojaldritos caramelizados con reducción de oporto. Ya no me saluda Martín, el camarero de toda la vida con el consabido: ¿Qué, te pongo lo de siempre?. Ahora me saluda un pollo muy uniformado que pregunta:

-¿El señor ha reservado mesa?

-¿Mesa? ¿Desde cuándo se reserva mesa en una taberna? En una taberna se apoya uno en la barra, y habla uno con todo el mundo. No se mete uno en una isla particular para aislarse aún más de lo que ya estamos en esta vida frenética y despersonalizada. En una taberna el tabernero habla con los clientes, no es un robot que diseña tapas de diseño y solo piensa en desplumarte. En una taberna de barrio se reúne la gente del barrio, no se admite únicamente a los turistas a ver si así se gana más dinero. Lo que ha hecho grande a una institución tan madrileña como la taberna es justo lo contrario de lo que han hecho ustedes aquí.

El camarero sonríe, como solo sonríen los robots, y asiente sin escuchar. Le digo:

-Me pone una caña y un pinchito de tortilla.

-Lo siento señor, no ponemos cañas. Tenemos en oferta un maridaje de cabernet-sauvignon con hojaldrito de carrillera caramelizada.

Pero ya no le oigo, salgo a la calle a ver si encuentro un bar que merezca ese nombre y donde uno pueda echar un rato agradable como se ha hecho en Madrid desde siempre.