Hay trabajos en la vida de los que uno se siente especialmente satisfecho. Suelen ser aquellos trabajos que te motivan, que te ilusionan, que te emocionan por alguna razón. Son a veces trabajos en los que te dejas la piel a tiras; pero no te importa porque crees en lo que estás haciendo. Es el caso del libro «Tiendas de Madrid», que acaba de ser publicado. Atrás quedan tres años de un trabajo extenuante, a veces desbordante…de horas interminables en bibliotecas y hemerotecas, de bucear entre fichas y carpetas, de triturar la espalda ante el ordenador, de charlas intermitentes con los tenderos, entre cliente y cliente, de de largos paseos por las calles buscando vestigios, tesoros semiocultos, joyas con el brillo apagado por las frenéticas luces de la ciudad, pero de una riqueza social, humana, estética, extraordinaria.
A esos comercios útiles, bellos, llenos de simpatía y encanto, con historia, con vida, con mucho que ver y de lo que aprender…a esos comercios tradicionales madrileños en los que fui descubriendo la magia y el encanto de mi ciudad. A esas papelerías donde hallaba todo lo necesario para mis escritos y dibujos, a esas pastelerías celestiales, a las librerías donde encontré los libros que me enseñaron a pensar y a soñar, a las panaderías a donde iba tras empezar a ganarme el pan, a las ferreterías donde se inició mi desastrosa carrera con el bricolage, a los ultramarinos donde todos hablaban con todos, a los mercados donde descubrí los colores y los sabores fundamentales,…a todas esas tiendas que iluminan las calles, a todos esos tenderos que con un enorme esfuerzo mantienen el tipo en momentos difíciles, sabedores de que en cualquier momento el pez grande les puede devorar a ellos, que son los peces chicos. Hace tiempo descubrí que en esos locales añejos y entrañables latía con fuerza el alma de Madrid.