El madrileño viene a este mundo con un objetivo fundamental: sentarse en una terraza.
¡Ojo, que no somos vagos!. Aquí se trabaja más horas al día que en el resto de las capitales europeas. Pero tenemos esta debilidad: nos encantan las terrazas. Y si trabajamos tanto es porque nos gusta ahorrar para tomarnos cada día nuestra cervecita y nuestras patatas bravas en una terraza.
En Madrid existen terrazas desde hace millones de años. Es cierto, no exagero lo más mínimo. Hace dos millones de años, en el inicio del Cuaternario, la acción de los glaciares modeló las riberas del río Manzanares formando unas terrazas arenosas que propiciaron los asentamientos humanos. Carpetanos, romanos, visigodos, árabes y castellano-leoneses poblaron estas terrazas dando origen a lo que hoy es Madrid.
Las otras terrazas, las de sentarse, también son muy antiguas. En la Edad Media y hasta la Edad Contemporánea, las terrazas se llamaban merenderos. Allí, debajo de un emparrado, los madrileños se arregostaban con el vino, la tortilla y el bailongo.
Merenderos había por todas partes. Los que yo he conocido estaban en la Casa de Campo, la Dehesa de la Villa, El Pardo, y en las localidades cercanas a Madrid. Pero las terrazas tal y como hoy las conocemos surgieron en 1867. En ese año se inauguraron en el Pasaje de Matheu los cafés de Francia y de París. En el café de Francia se reunían los republicanos franceses en épocas en que imperaba la monarquía, y en el café de París se reunían los monárquicos cuando había república. Los franceses eran muy finos y tomaban ostras con champán. Los camareros vestían de frac, hablaban francés con toda naturalidad, por algo eran franceses, y cogían del brazo a las damas para acompañarlas hasta su mesa, colocando gentilmente la silla para que se acomodaran. Ya hemos dicho que los exiliados franceses eran de facciones políticas opuestas y enfrentadas, pero el día 14 de Julio, día de la patria francesa, olvidaban sus diferencias, salían a la calle a cantar La Marsellesa y brindaban con champán. Tomen ustedes buena nota, porque es algo que nos cuesta mucho trabajo a los españoles. Y no me refiero a brindar con champán, sino a estar unidos en lo que de verdad importa.
Volviendo al tema de las terrazas. Fueron los cafés de Francia y de París los primeros establecimientos que sacaron sus mesas a la calle, aunque entonces no se llamaban terrazas, sino veladores. Las gentes madrileñas no daban crédito a lo que veían:
—¡Estos cafés deben de ser muy pequeños, porque han tenido que sacar las mesas fuera!
Rápidamente, los demás cafés les imitaron y sacaron sus veladores o terrazas a la calle. Daba gusto ver la calle de Alcalá llena de terracitas, y el paseo de Recoletos, y el de Rosales, y los Bulevares…
El madrileño se aficionó a las terrazas y nada ni nadie podía sacarlo de allí. Y, ¿qué quieren que les diga? Yo, que soy madrileño, cuando viajo por el mundo, nada más dejar las maletas en el hotel, pregunto dónde están los museos para evitar en lo posible acercarme a ellos y busco con la mirada la terraza más próxima para sentar allí mis reales y ver pasar la vida a mi alrededor, que es lo mejor que puede hacerse en cualquier parte para estar en la mismísima gloria, pescando una aceitunita en el fondo de una copa de vermut. Casi ná!
El madrileño de raza,
lo mismo estando en Madrí
que cuando va por ahí,
siempre está en una terraza.
Carlos Osorio.