Al término del Carnaval, llegaba la época de abstinencia, la cuaresma, en la que no se podía comer carne. Por eso, en el siglo XVIII llegó a Madrid un cargamento de sardinas para abastecer los mercados, con la mala fortuna de que el pescado, a causa del largo viaje en los carros, estaba que daba pena verlo y aún más olerlo. Las autoridades ordenaron que se enterrasen aquellos pescados en la Casa de Campo. El pueblo madrileño, que estaba de cachondeo por las calles, decidió acompañar el «cortejo fúnebre» y mientras los operarios enterraban el pescado la gente bailaba y bromeaba. Se lo pasaron tan bien que al año siguiente repitieron la ceremonia y enterraron una sardina junto a la fuente de la Teja (hoy desaparecida).
Esta es la hipótesis más extendida sobre el origen de la tradición. Según otros autores, lo que se enterraba era un costillar de cerdo, que en el lenguaje coloquial se denominaba «sardina» y con ello se quería simbolizar la prohibición de comer carne.
Durante el franquismo se prohibieron las fiestas populares y, entre ellas, los carnavales; sin embargo Francisco Morales, el dueño de la taberna Casa Paco logró un permiso para celebrar el entierro de la sardina. Así, tal día como hoy, miércoles de ceniza, un grupo de madrileños se reunía junto a Casa Paco vestidos con capa y sombrero, e iban en peregrinación hasta la Fuente de los Pajaritos, en la Casa de Campo, donde entre bromas, cánticos y tragos de la bota de vino, enterraban a la sardina. Todavía hoy continúa esta curiosa tradición, protagonizada por «La Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina»
Cuadro: El Entierro de la sardina. Goya.